lunes, 11 de abril de 2011

CANTO GENERAL: La música en Dictadura

"Hubo pocas canciones en la banda sonora íntima de Augusto Pinochet. Su ignorancia sobre música la pagó la cultura chilena con sangre, censura y vulgaridad"


AUTORA: MARISOL GARCÍA


Sabíamos de su gusto por los libros de Historia, los mariscos y el trote. Pero jamás trascendió qué música privilegiaba Augusto Pinochet en la intimidad. Los periodistas de espectáculos activos en dictadura adivinaban que tras la contratación al Festival de Viña de baladistas como Roberto Carlos se estampaba el fanatismo de Lucía Hiriart, a quien Pinochet acompañó en palco cuando, en 1975, en la Quinta Vergara se apareció el hombre de “Detalles”. Pero ni entonces el Capitán General parecía particularmente entusiasmado. Salvo un par de canciones, pocos músicos lo emocionaron de verdad durante su vida, y ese desdén tuvo un correlato lamentable en la suerte del gremio bajo su mandato.

El siguiente es el retrato parcial y a trazos gruesos —iniciado con el impulso que nos ha dejado una semana de emociones inesperadas— de una faceta que apenas se ha asomado en el debate sobre las consecuencias culturales de la dictadura chilena. En septiembre de 1973, la Junta Militar se hizo cargo de un país que ebullía de creatividad musical, y que al fin lograba afirmarse en una continuidad de publicaciones, figuras y festivales como los que laten en todo país sano. A punta de balas, exilio, censura y vulgaridad la administración de Pinochet silenció todo aquello, y obligó a que la música popular chilena se viera obligada a reconstruir a pedazos una identidad que aún no logramos afirmar por completo. Pero, claro, para esa denuncia no hay Corte a la que acudir.

Folclor nortino al freezer

No se habían cumplido ni tres meses del Golpe de Estado y la dictadura ya había asestado acaso sus golpes más fieros contra la música chilena. Antes del fin de 1973, ningún gremio artístico lloraba más bajas que el de los músicos. Del movimiento de Nueva Canción Chilena, casi no había nombre a salvo: Víctor Jara había terminado sus días con cuarenta y cuatro balazos en el cuerpo, y Ángel Parra pasaba por centros de detención y tortura antes de partir a exiliarse a México. Eran novedades de las que debían enterarse a la distancia los otros nombres emblemáticos del género, pues de sus respectivas giras europeas Inti-Illimani y Quilapayún simplemente no pudieron volver. Súbitamente, gente como Isabel Parra y Patricio Manns habían pasado de las cumbres de los rankings a la clandestinidad, el asilo y el exilio. También el destierro forzado dividió profundamente las carreras de, entre otros, Sergio Ortega, Amerindios, Payo Grondona, Charo Cofré, el Gitano Rodríguez, Aparcoa, y parte de los grupos Cuncumén y Quelentaro.

La Nueva Canción Chilena había sido un movimiento artístico tan íntimamente asociado a la UP, que la Junta Militar consideró su extinción un asunto de primera necesidad. Las oficinas con el estudio de DICAP (sello disquero de las JJ.CC. y catálogo para casi todo el movimiento), en calle Sazié, fueron allanadas la misma semana del Golpe. Los militares buscaban armas, e incautaron, rompieron y/o quemaron cintas con música aún inédita, según recuerda Ricardo Valenzuela, entonces director general del sello, detenido horas después del bombardeo a La Moneda. Hoy que los audios se guardan en computadores desconocemos el valor único que entonces tenían las llamadas cintas-master, cuya inexcusable destrucción explica una de los mayores taras de nuestra memoria cultural. No se ha efectuado aún el debido catastro de todo lo que desapareció en esos meses, tanto en sellos pequeños como en trasnacionales.

Aunque no recuerda la fecha exacta, el productor Camilo Fernández cuenta de una reunión que hacía fines de 1973 se realizó en el edificio Diego Portales, y a la que el entonces ministro Secretario General de Gobierno, coronel Pedro Ewing, lo convocó junto a los mayores ejecutivos de las tres principales disqueras con sede en Chile: EMI, Philipps y RCA:

“Su interés era que dejásemos de grabar música que, en sus palabras, atentaba contra la nueva institucionalidad. De modo especial, nos pidió abstenernos de difundir folclor nortino”.

La razón del recelo hacia la también llamada “música andina”, se explicaba en parte por la difusión masiva que durante la UP había tenido el tema instrumental “Charagua”, de Inti-Illimani, como cortina característica de Televisión Nacional. “Eso hacía que, según Ewing, el gobierno de Allende se asociara a la música nortina”, continúa Fernández. “Yo, que era el único chileno de los convocados, le respondí que qué culpa tenía el norte del uso que le había dado el gobierno. Recuerdo que mi ejemplo fue: Es como si usted nos prohibiera usar la bandera chilena porque se enarboló en muchísimas tomas. Su reacción fue, para mí, inesperada. Me dio la razón inmediatamente: Entonce les pido, por favor, que pongan la música del norte por un tiempo en el freezer. Freezer: ésa fue la palabra. Y ahí terminó la reunión”.

No había tiempo para sutilezas. Tras ser liberado de ocho meses de detención, Ángel Parra le hizo llegar al propio Ewing, una carta manifestándole su intención de quedarse en Chile para continuar con su trabajo musical. La respuesta que recibió fue tajante: “Decía que mi voz, mi estilo y mi cara recordaban a la Unidad Popular. Y que eso era algo que en el país se encontraba prohibido”. En noviembre de 1974, Ángel Parra partía junto a su familia a su exilio en México.

El “asesor artístico” de la Junta

En el contexto de una institucionalidad cultural menos que precaria, la política oficial hacia la música fue una mezcla de saña y torpeza, prejuicio e improvisación. A poco de instalada en el poder, la Junta Militar contactó a Benjamín Mackenna, de Los Huasos Quincheros, para asesorar al regimen en lo que entonces se identificó como “asuntos artísticos”. En su estudio homónimo sobre la Nueva Canción Chilena, el investigador René Largo Farías registra el testimonio del folclorista Héctor Pavez sobre una reunión de fines de 1973 a la que fue convocado junto a músicos como Hilda Parra (hermana de Violeta y Nicanor), Homero Caro y algunos integrantes del Cuncumén, y en la que un grupo de militares encabezado por el coronel Ewing y el propio Mackenna creyeron conveniente indicarles lo siguiente, según descripción de Pavez:

“Nos dijeron la firme: que iban a ser muy duros, que revisarían con lupa nuestras actitudes, nuestras canciones, que nada de flauta, quena ni charango; que el folclor nortino no era chileno; que la Cantata Santa María era un crimen histórico de ‘lesa patria’ [...]; que los Quilapayún eran responsables de de la división de la juventud. Allí supimos claramente que no había nada que hacer, absolutamente nada, a menos que nos transformáramos en colaboradores de la Junta”.

En muy contadas ocasiones se ha referido públicamente Benjamín Mackenna a sus labores de asesoría a la dictadura, oficializadas en el cargo de secretario de Relaciones Culturales de la Secretaría General de Gobierno. En entrevista de hace nueve años con El Mercurio, el músico describió su función como “una labor de extensión cultural. Nunca fui censor ni nada [...]. Mi labor era desarrollar proyectos culturales en el país. A Lafourcade le decía: Oye, puedes hacer unos talleres de literatura en Iquique, o sugería a un grupo de cámara para otra ciudad. Después de dos años [1973-1975] eso pasó al Ministerio de Educación. Pero creo que fue un error mío haber participado activamente, sin desconocer que tenía una adhesión al gobierno militar, porque creo que eso identificó al grupo”.

De eso sí que no hay dudas. Los Huasos Quincheros pasaron a ser el tipo de conjunto con el que la Junta Militar creyó que podría borrar el recuerdo de todos los demás músicos de raíz folclórica lejanos en el exilio. Tanto así, que el grupo se ganó el cupo artístico para representar a Chile en el acto inaugural del Mundial de Fútbol de 1974, en la República Federal de Alemania (y tras el cual no pudieron librarse de los golpes de compatriotas exiliados). Siete años más tarde, serían de nuevo los Quincheros los encargados de darle en Santiago una bienvenida de tonadas y cuecas al polémico Henry Kissinger.

Los músicos de izquierda que se libraron del exilio o la cárcel aprendieron de a poco el modo en el que el autoritarismo inocula el germen de la autocensura. Bandas como Los Blops, Los Jaivas e Illapu simplemente no soportaron quedarse en un país con sus espacios culturales cerrados, y terminaron por partir al extranjero o disolverse. Quienes se quedaron, como Congreso, sólo pudieron hacerlo concibiendo su trabajo como una causa.

“Sé que hoy suena como un acto heroico, pero en esas circunstancias tú no podías sentirte más que el grueso del pueblo de Chile”, explica ahora Pancho Sazo, vocalista del grupo de Quilpué. “Había gente jugándose la vida; entonces cantar era, creo yo, lo mínimo moral aceptable. Era un tiempo en que tenías que aprender a caminar por el borde; cuando el miedo no era tanto por ti, sino por lo que podía pasarles a quienes te escuchaban. Por eso creo que lo peor era la autocensura”.

En ese clima generalizado de temor, en el que cualquier disco con una canción ligeramente contingente era considerado “material subversivo”, y en el que cada recital debía ser aprobado previamente por la intendencia, la precaución y la estupidez se parecían a veces demasiado. En el libro La era ochentera, los periodistas Macarena García y Oscar Contardo reúnen varios ejemplos de la más ramplona censura, desde la vez que se impidió que “Gracias a la vida” ganara un concurso a “La gran canción chilena de todos los tiempos” en Televisión Nacional, a la revisión por parte de los militares de cada verso que se ejecutaría ante las cámaras, incluyendo los veinticuatro ‘ay’ del “Ay, ay, ay” de Osmán Pérez Freire.

Allí donde a los uniformados más les pesaba su rigidez era frente a cantautores de difícil clasificación, sin militancia izquierdista conocida pero tampoco aparente encandilamiento ante las charreteras. Un caso emblemático fue el de Fernando Ubiergo, el cantautor que a los 22 años había convertido en hit “Un café para Platón”, y que en 1978 ganó el Festival de Viña con otro tema de letra ambigua: “El tiempo en las bastillas”. Sin vínculo alguno con la generación de músicos simpatizantes de la UP, de llegada rápida entre el público femenino y un gusto por la ropa sencilla y blanca, Ubiergo era un artista atractivo para la redefinición cultural que pretendía la dictadura. Pero el cantautor fue el ahijado que Pinochet nunca pudo llegar a tener. Las tres veces que el Comandante en Jefe le hizo llegar invitaciones personales para conocerlo (la primera de ellas, al día siguiente de ganar Viña), Ubiergo se atrevió a negarse. El desdén tendría sus costos.

“Cuando estoy a punto de editar mi segundo disco [Ubiergo, 1979], la gente de IRT me comunica que debo sacar ‘por órdenes superiores’ cinco canciones que ya estaban grabadas”, recuerda el músico y hoy presidente de la SCD. Los títulos cuestionados eran probablemente más conflictivos por sus autores que por su contenido: “Poema XV”, de Pablo Neruda; “Te recuerdo, Amanda”, de Víctor Jara; “La era está pariendo un corazón” y “Canción del elegido”, de Silvio Rodríguez; y uno del propio Ubiergo (“Tango esmog”). “Me opuse rotundamente, y ahí comenzó un proceso dramático, durante el cual llegué incluso a esconderme 23 días en el Cajón del Maipo, solo y aterrado ante un sinfín de rumores que aseguraban que me estaban investigando a mí y a mis padres. Sé que muchos comentaban que yo era un comunista solapado”.

Una nota de la época en el diario La Segunda, consigna que “el último LP de Fernando Ubiergo, que debería haber salido a la venta hace dos semanas, ha sido suspendido por autoridades de gobierno”. Allí mismo, el director del sello IRT, José Manuel Silva, negaba por completo la censura. Ubiergo consideró el hecho una traición y decidió renunciar al sello, para abrazar al poco tiempo una oferta de continuar su carrera en España. Del álbum salieron más tarde sólo mil copias, un tiraje absurdo para quien venía de vender 150 mil discos, y que hoy recuerda que “mi mayor decepción no era de los militares sino que de los civiles. Ante estos asuntos, había gente dispuesta a quedarse callada y aceptar cualquier imbecilidad. Lo que yo más escuchaba en esa época era la frase: Viejito, ¿para qué te metes en las patas de los caballos?“.

Dos años más tarde, Gloria Simonetti convertiría en éxito su versión para “Ojalá”. La cantante venía intentando hacía meses mostrar el tema por televisión, pero el único que se lo permitió fue Raúl Matas en un “Vamos a ver”. La trova cubana entraba al fin a Chile en la voz de una asumida pinochetista.

La canción oficial

El paseo de cantantes por Televisión Nacional proveía a la dictadura de una cierta legitimación que coronó en 1977 el llamado Acto de Chacarillas. Setenta y siete famosos le prestaron entonces su rostro a Pinochet, contando futbolistas, animadores, actores y cantantes como Juan Carlos Duque, Cristóbal, Nano Vicencio, Juan Antonio Labra, Andrea Tessa, Roberto Viking Valdés y José Alfredo Fuentes. La negativa a ése u otros actos oficialistas podía tener consecuencias no necesariamente físicas, pero sí financieras. Un ‘no’ a los militares era cerrarse las puertas por fuera de los escasos espacios que entonces podían pagar la labor musical. Lo supieron músicos diversos que no quisieron aparecerse por cumpleaños de generales ni conciertos en regimientos. Entre los que decepcionaron a Pinochet se cuentan el baladista Osvaldo Díaz, el uruguayo Gervasio, el ya citado Fernando Ubiergo y Denisse, la rockera de Aguaturbia.

Lo aprendió también a punta de errores Luis Dimas, cuyo largo autoexilio en Canadá lo había mantenido al margen de los avatares políticos locales y a los códigos soterrados de la dictadura. En el estupendo libro El rey desnudo, los periodistas Sergio Benavides y Sebastián Montecino cuentan del accidentado show que debió montar el cantante para el Festival de Viña de 1977, antes del cual dos agentes le prohibieron incluir un tema del italiano Doménico Modugno (“inconveniente para las circunstancias que vive el país”, según los censores). Al final de su actuación, se le acercó un fan inesperado: el entonces oficial de Ejército Álvaro Corbalán, con quien forjó desde entonces una amistad constante que beneficiaría los contratos laborales del artista a la vez que las ansias de espectáculo del uniformado (un sujeto con mucha mayor influencia sobre la pauta artística de los medios masivos bajo dictadura de lo que ha llegado hasta ahora a consignarse).

La relación con Corbalán sería a la larga un camino sin retorno para Dimas, quien en 1987 terminaría accediendo a firmar el acta de militancia de Avanzada Nacional y se convertiría en número fijo de varias giras nacionales de Pinochet, en las que también participaban otros amigos de Corbalán como Patricio Renán, Magali Acevedo, Patricia Maldonado y “Los Nuevos” Perlas. Pero la feble convicción ideológica de Dimas le impedía un compromiso incondicional. Su homenaje a Ricardo García (el ex locutor radial y fundador de Alerce, figura emblemática de la izquierda) durante una edición del “Festival de la Una” fue el inicio de un quiebre oficializado poco antes del plebiscito de 1988, cuando el cantante rechazó un contrato millonario para participar en un acto de campaña del ‘Sí’. No faltaron nombres para reemplazarlo. Aunque hoy parezca que los músicos pinochetistas son una rareza, hace menos de veinte años, no costaba tanto encontrar a quien quisiera plantarse al frente de su mirada recién apagada y entonarle con convicción los versos de “El rey”.


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